Se decidió por la prueba perfecta y envió avisos de que buscaba un sucesor. En el día señalado, muchas personas vinieron a presentarse para el puesto.

La prueba que había ideado el viejo mercader era aparentemente sencilla. En un extremo de una gran habitación había una puerta de dos hojas macizas de madera de roble tallado. Esa puerta tenía una cadena dorada que iba de una hoja a la otra, asegurada por un gran candado dorado. Se les decía a los aspirantes que tras esas puertas estaba el increíble tesoro del mercader, y que cualquiera que pudiera abrir esas puertas y ver el tesoro sería el sucesor del mercader. Frente a las puertas había un solo arcón con muchos cajones, que contenía todo lo necesario para lograrlo.

   Después de un día entero, ninguno de los solicitantes había logrado resolver el acertijo. El viejo mercader se desilusionó mucho. Se dio cuenta de que todos los aspirantes pertenecían a una de dos categorías:

Estaban aquellos que revolvían todos los cajones y rebuscaban entre sus contenidos, yendo corriendo hasta la puerta para intentar abrir las puertas macizas con cada objeto que encontraban y volviendo después a buscar más objetos. Éstos, pensaba el anciano, serían buenos vendedores pero nunca podrían administrar su imperio.

El otro grupo estaba formado por aquellos que abrían cuidadosa y meticulosamente un cajón cada vez, examinando sus contenidos, y seleccionando algo de cada uno para probar si abría las puertas; siempre en vano. Éstos, pensó, serían buenos contables.

   Pero el día terminó y nadie lo había conseguido. En el preciso momento en que el mercader estaba a punto de irse a la cama apareció en su puerta un hombre y pidió una oportunidad para optar al puesto. El mercader estaba cansado y decepcionado, pero, sin embargo, decidió darle una oportunidad a este hombre joven.  

   Después de escuchar las instrucciones, el hombre joven se dirigió tranquilamente a la puerta de roble y la cadena dorada y las miró muy cuidadosamente. Entonces las tocó ligeramente y descubrió que si empujaba una de las puertas, ésta se abría deslizándose fácilmente; ya que no estaba atada a la cadena dorada.

   Detrás de las puertas estaba muy, muy oscuro. En medio de la oscuridad pudo ver dos brillantes ojos rojos, y oyó un silbido que venía del centro de la estancia que parecía peligroso. El joven se dirigió al arcón y abrió los cajones uno a uno hasta que encontró una vela y unas cerillas. Encendió la vela y la puso frente a él al atravesar la puerta de dos hojas. Al otro lado vio una gran serpiente venenosa en una canasta con la tapa abierta. El joven se alejó de la cesta y encontró una regla larga en uno de los cajones. Llevó consigo la regla dentro de la estancia y la utilizó para cerrar la tapa de la canasta de la serpiente.

   Detrás de la serpiente estaba el tesoro. Con la luz de la vela iluminando su camino, el joven vio el magnífico tesoro del viejo mercader chino, convirtiéndose así en el sucesor del mercader.

Anónimo